Por Angie Larenas
Una de las preocupaciones fundamentales de los Estados en
sus relaciones internacionales y de la comunidad internacional (representada en
organismos como la ONU), ha sido y continúa siendo la seguridad.
Pero la seguridad se ha convertido en un tema especialmente
polémico. Sobre todo desde el fin de la Guerra Fría, cuando se hizo evidente
que la visión tradicional era insuficiente para explicar y dar respuesta a los
múltiples problemas que traía consigo el nuevo orden mundial… este que comenzó cuando
acabó la confrontación entre las dos superpotencias (EEUU y URSS).
La visión tradicional de la seguridad, centrada en los
intereses de los Estados y de la defensa militar de sus fronteras, perdió fundamento
en el mundo interconectado e interrelacionado de la década de 1990. La
profundización del proceso de globalización puso en evidencia que los problemas
de inseguridad son transfronterizos, regionales, globales, y que las amenazas a
la vida humana y a su bienestar traspasan el umbral de los propios Estados.
Está suficientemente investigado y probado que las mayores
amenazas a la seguridad de las personas provienen de elementos aparentemente
tan dispares como las epidemias, la pobreza, la desigualdad, la violencia
estructural, los cambios medioambientales, la pugna por los recursos, etc. Y
que el alcance de las guerras ha ido menguando con el paso de estos 23 años de
post-Guerra Fría (aunque no podemos perder de vista conflictos como los de
República Democrática del Congo, Somalia, Israel-Palestina, etc.).
El riesgo que produce la inseguridad no habla solamente del
aspecto físico: de la violencia física. Sino también de aquella violencia
simbólica y estructural que participa en la producción y en la reproducción de
las propias desigualdades por razones de género, de etnia, de color de la piel,
de acceso al bienestar y a los recursos. Por lo tanto, la seguridad debería
tratarse en un sentido amplio, pero a la vez mucho más profundo.
En el caso del Estado español una de las amenazas a la
seguridad más acuciantes en la actualidad no es la amenaza de una guerra, ni
siquiera la amenaza terrorista, tan de moda en el mundo globalizado desde del
11-S, sino el problema del desempleo. La existencia de casi 6 millones de
personas desempleadas (según cifras oficiales de la EPA) contrasta con los 16.492,44
millones de euros dedicados por el gobierno central al gasto militar (según
estadísticas del Centro de Estudios para la Paz JM Delàs).
Lo que intento puntualizar es que un tratamiento de la seguridad
(con políticas efectivas) debería incidir, primero que todo, en el plano del
fortalecimiento del tejido social y la comunidad. En un sentido de emancipación
de las estructuras de poder que hacen que las desigualdades que vivimos día a
día se nos presenten como naturales y no como parte de lo que nosotras/os hemos
construido a través de la historia.
La idea es desprendernos del imaginario que reproduce una visión de la seguridad centrada en los intereses egoístas de los Estados en el plano internacional y en la defensa de esos intereses desde la perspectiva de la militarización, jerarquización y masculinización de las estructuras de poder.
La idea es desprendernos del imaginario que reproduce una visión de la seguridad centrada en los intereses egoístas de los Estados en el plano internacional y en la defensa de esos intereses desde la perspectiva de la militarización, jerarquización y masculinización de las estructuras de poder.
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